09/12/13

Un adeus a Nelson Mandela

"En el curso de mi vida me he dedicado a la lucha del pueblo africano. He combatido la dominación blanca y he combatido la dominación negra. He promovido el ideal de una sociedad democrática y libre en la cual todas las personas puedan vivir en armonía y con igualdad de oportunidades. Es un ideal por el que espero vivir, hasta lograrlo. Pero si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir". Nelson Mandela


O pasado 5 de decembro morreu un deses hombres que están escritos con maiúsculas na historia da humanidade. Nelson Mandela foi o gran loitador da igualdade, incansable e sempre leal ás súas ideas. Tras pasar 27 anos no cárcere por pedir a igualdade para negros e brancos en Sudáfrica, recibiu o Nobel da Paz e foi elixido presidente do seu país, o primeiro presidente negro nun país no que os negros, cando el empezou a súa loita, non existían: nin siquera se "contabilizaban".
Hoxe Mandela é chorado, admirado e recordado en tódolos recunchos do mundo.

Para unirnos a ese homenaxe, traémosvos un artigo de Sami Naïr publicado en El País e recomendamos o visionado de varias películas (de entre as moitas posibles) para comprender un pouco mellor a vida de Mandela:

Invictus (2009), dirixida por Clint Eastwood e protagonizada por Morgan Freeman, narra os primeiros anos en Sudáfrica tra-la abolición do apartheid (sistema que segregaba negros e brancos),
centrándose na Copa Mundial de Rugby de 1995.

Mandela, del mito al hombre (2013), documental dirixido por Justin Chadwick e estrenado o mesmo día da morte de Nelson Mandela, está baseada na súa autobiografía (O longo camiño á liberdade).

Grita libertad (1987), dirixida por Richard Attenbourough e protagonizada por Denzel Washington e Kevin Kline, non se centra na figura de Mandela senón na loita contra o sistema segregador sudafricano (apartheid). Baseada en feitos reais, é unha desas películas que todos deberíamos ver nalgún momento da nosa vida.



SAMI NAÏR: NUESTRA PARTE NEGRA
Hay muertos que no son como otros muertos, porque hay seres humanos que no son como otros. Todavía somos, en nuestra inmensa mayoría, supervivientes del siglo XX —un siglo en el que probablemente se hayan cometido los peores crímenes desde finales de la Edad Media: enfrentamientos salvajes entre imperios, guerras mundiales que han destruido generaciones enteras, exterminios en masa de pueblos dominados, holocausto contra los judíos, colonizaciones, experimentos atómicos en pueblos inocentes de Japón, “equilibrio del terror”— hemos visto de todo. Y es probable que no hayamos aprendido nada y que todavía estén por llegar numerosos crímenes de masas. Y sin embargo hay personas, centinelas de la humanidad, que atraviesan estos horrores y salen de ellos siendo más humanos aún, más optimistas en cuanto al futuro de la comunidad de los vivos. Estas personas son poco comunes y Nelson Mandela, junto con el gran Gandhi, es de esas personas.

Evidentemente no es posible medir lo que supone la pérdida de Mandela para el humanismo. Este hombre viene de un país en el que ser negro significaba ir al infierno desde el grito primario del nacimiento; creció en medio de un mundo fundado sobre la separación violenta de colores, donde el blanco dominaba en virtud de su tez y en el que el negro era condenado a la maldición en razón de su color; luchó en un partido político que quería que fuera para todos, negros y blancos, y que no reclamaba otra cosa que la igualdad de los humanos, independientemente de su género, su estatus social, su color. Y es por esto que era considerado el más peligroso de todos a ojos de los partidarios del apartheid. Peligroso porque quería un África del Sur fundada sobre la ley democrática de la mayoría y sobre el respeto a las minorías.

Acusado de haber fomentado atentados contra objetivos militares, será condenado en 1962 a cadena perpetua, encarcelado en condiciones espantosas en Robben Island durante 19 años, trasladado en 1981 a otro lugar en el que permanecerá 8 años más, convirtiéndose, tras 27 años de encarcelamiento, en uno de los presos más viejos del mundo, todo ello en nombre del odio que los blancos profesaban a las poblaciones negras de las que se valían en la explotación de minas de uranio y diamantes, y en las aterradoras fábricas que recordaban a las galeras. Negros hacinados en los shop towns, acotados en bantustanes de siniestra memoria, siempre separados de sus semejantes blancos, siempre despreciados, dominados, aplastados.

Pero Nelson Mandela, desde el fondo de su prisión, aguantaba. Se hubiera querido que incriminase a los blancos como género, que retomara por su cuenta la guerra de razas que le imponía el apartheid, que se convirtiera de este modo en vector de un racismo antiblanco; siempre se negó, respondiendo que no luchaba contra los blancos, sino por la libertad de blancos y negros, es decir, contra el sistema del apartheid, que hacía posible la dominación del blanco sobre el negro. Se hubiera querido que preconizase, a través del tercermundismo de los años 1960 y 1970 del siglo XX, la revolución violenta en África del Sur, pero se negó, argumentando que todos los partidarios de la abolición del apartheid, independientemente de sus elecciones ideológicas, debían poder reencontrarse en su partido, el African National Congress, para luchar juntos en torno a un único objetivo: la emancipación de los negros oprimidos, la salvación de los blancos alienados por el sistema del apartheid, puesto que, según él, los blancos también eran víctimas de su propia mirada racista y debían ser salvados.

Pero la grandeza, la inmensa grandeza de Mandela va más allá aún: una vez vencido el apartheid —gracias también a la inteligencia de Frederik De Klerk, jefe del Estado sudafricano, que había comprendido que aquel sistema, a la vez que engendraba la hostilidad de toda la humanidad, estaba muerto y que hizo adoptar en 1991 en el Parlamento sudafricano una legislación que abolía las leyes raciales— Mandela rechaza la venganza y se transforma en educador de su pueblo. Él, que había sufrido el martirio, dijo a los negros: “Si queréis un día olvidar el apartheid, debéis aprender a perdonar”; y a los blancos: “Si queréis un día ser perdonados, debéis olvidar vuestro apartheid”. Esta filosofía se encuentra en estado puro, como un diamante precioso, en todos los discursos, los actos, los sentimientos de la gesta mandeliana. Representa la más poderosa conjunción entre el deber de la memoria y la fuerza del perdón. ¿De qué lejana sabiduría surge? ¿De qué tradición religiosa emana su fuerza?

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