29/04/14

Comer ás tres da tarde

Un artigo de opinión de Gabriela Cañas publicado en El País:

Sinceramente, no acabo de encontrarle las ventajas a los horarios españoles. Seguramente las tienen, puesto que las resistencias a cambiarlos son tan persistentes, pero todas las indicaciones de los que han analizado el asunto son contrarias a un sistema tan único en Europa. Este consiste, básicamente, en madrugar, cubrir una larguísima jornada matutina que, por lógica, ha de interrumpirse para acallar los rugidos del estómago, mantener una comida tardía y copiosa y volver al trabajo —que no a la siesta— para finalizar una larga jornada que impedirá estar de vuelta a casa al filo de las seis y dormir lo necesario para reponer fuerzas. Los datos son espectaculares: en España, a las ocho de la tarde, solo el 50% de la gente está ya en casa y hasta las diez no están el 80%.


Las consecuencias son desastrosas. Es imposible, por ejemplo, que los padres trabajadores atiendan como quisieran a sus hijos al salir del colegio porque, paradójicamente, los centros escolares sí se guían por el horario que impera en el resto de Europa. Lo mismo ocurre, por cierto, en los hospitales, donde los ritmos se desmarcan del hoy habitual. Cenar tarde o, mejor dicho, hacerlo poco antes de ir a la cama es malo para la salud. Tener menos tiempo libre está también contraindicado tanto para el cuerpo como para el espíritu, adocenado por tantas horas de oficina que no siempre son de trabajo. Porque, para colmo, las largas jornadas no se traducen en una mayor productividad, sino todo lo contrario. La cuestión es que en España, con demasiada frecuencia, impera en la empresa la cultura de primar la presencia del empleado por encima de su talento. No se sabe si es resultado de los horarios o al revés, pero lo de calentar la silla no es una cualidad tan bien considerada en otros lares. Hay oficinas fuera de España en las que el trabajador que permanece más allá de la hora de cierre es considerado un torpe incapaz de cumplir con su cometido en el tiempo estipulado.

El origen de esta anomalía europea se encuentra en el desarrollismo español, cuando el pluriempleo obligaba a muchos padres a concentrar su trabajo principal de ocho a tres para poder dedicar unas horas a otra tarea por las tardes. Tiempos en los que la conciliación, con la mayoría de las mujeres en casa por falta de opciones profesionales, era un concepto por descubrir.

Es llamativo que los profundos cambios sociales vividos en España no hayan arrastrado a este caduco sistema que complica las relaciones profesionales con empresas de otros países cuando la autarquía ha pasado hace tiempo a mejor vida. Todos los intentos por modificar las costumbres han sido hasta ahora un relativo fracaso.

Hay una Comisión Nacional para la Racionalización de Horarios Españoles que lleva años clamando contra esta situación. El primer Gobierno de Rodríguez Zapatero, de la mano de su ministro de Administraciones Públicas Jordi Sevilla, puso su grano de arena. Ordenó el fin de la jornada laboral de los ministerios a las seis de la tarde y recomendó lo mismo a las empresas. La propuesta no fructificó y en septiembre pasado se volvió a la carga en el Congreso. Todos los grupos parlamentarios acordaron la necesidad de adaptarse al horario europeo. La ministra de Sanidad, Ana Mato, acaba de pedir a las televisiones privadas que adelanten los programas de máxima audiencia, a lo que las operadoras han contestado que lo harán cuando la audiencia cambie sus hábitos.

Es una pescadilla que se muerde la cola, pero olvidan los que tienen capacidad de decisión que los ciudadanos ya han hecho esfuerzos. Las comidas, por ejemplo, se han ido adelantando poco a poco y ya no son tan largas y copiosas como antes. Sin embargo, los horarios laborales no se acortan en la misma medida y las televisiones, salvo excepciones, mantienen sus tardíos horarios nocturnos.

Los canales públicos están obligados a dar el primer paso, en lo que quizá la ministra tiene más posibilidades de ser escuchada. Los mismos políticos, que apoyan el cambio, deberían ser los primeros en renunciar, por ejemplo, a los plenos parlamentarios que no siguen después de comer, sino que empiezan después de almorzar. Pero esta no es una responsabilidad única de los políticos. Los directivos y los empresarios deben comprender que concentrar la jornada no es un gracioso regalo para sus empleados, sino un cambio que reducirá gastos y aumentará la productividad de sus empresas. El fútbol, por cierto, mejor con luz natural.

Cambiar estas costumbres tan perjudiciales para todos no es tan difícil. Y, además, es rentable. Cuestión de ponerse a ello.

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