Comer ás tres da tarde
Un artigo de opinión de
Gabriela Cañas publicado en
El País:
Sinceramente, no acabo de encontrarle las ventajas a los horarios
españoles. Seguramente las tienen, puesto que las resistencias a
cambiarlos son tan persistentes, pero todas las indicaciones de los que
han analizado el asunto son contrarias a un sistema tan único en Europa.
Este consiste, básicamente, en madrugar, cubrir una larguísima jornada
matutina que, por lógica, ha de interrumpirse para acallar los rugidos
del estómago, mantener una comida tardía y copiosa y volver al trabajo
—que no a la siesta— para finalizar una larga jornada que impedirá estar
de vuelta a casa al filo de las seis y dormir lo necesario para reponer
fuerzas. Los datos son espectaculares: en España, a las ocho de la
tarde, solo el 50% de la gente está ya en casa y hasta las diez no están
el 80%.
Las consecuencias son desastrosas. Es imposible, por ejemplo, que los
padres trabajadores atiendan como quisieran a sus hijos al salir del
colegio porque, paradójicamente, los centros escolares sí se guían por
el horario que impera en el resto de Europa. Lo mismo ocurre, por
cierto, en los hospitales, donde los ritmos se desmarcan del hoy
habitual. Cenar tarde o, mejor dicho, hacerlo poco antes de ir a la cama
es malo para la salud. Tener menos tiempo libre está también
contraindicado tanto para el cuerpo como para el espíritu, adocenado por
tantas horas de oficina que no siempre son de trabajo. Porque, para
colmo, las largas jornadas no se traducen en una mayor productividad,
sino todo lo contrario. La cuestión es que en España, con demasiada
frecuencia, impera en la empresa la cultura de primar la presencia del
empleado por encima de su talento. No se sabe si es resultado de los
horarios o al revés, pero lo de calentar la silla no es una cualidad tan
bien considerada en otros lares. Hay oficinas fuera de España en las
que el trabajador que permanece más allá de la hora de cierre es
considerado un torpe incapaz de cumplir con su cometido en el tiempo
estipulado.
El origen de esta anomalía europea se encuentra en el desarrollismo
español, cuando el pluriempleo obligaba a muchos padres a concentrar su
trabajo principal de ocho a tres para poder dedicar unas horas a otra
tarea por las tardes. Tiempos en los que la conciliación, con la mayoría
de las mujeres en casa por falta de opciones profesionales, era un
concepto por descubrir.
Es llamativo que los profundos cambios sociales vividos en España no
hayan arrastrado a este caduco sistema que complica las relaciones
profesionales con empresas de otros países cuando la autarquía ha pasado
hace tiempo a mejor vida. Todos los intentos por modificar las
costumbres han sido hasta ahora un relativo fracaso.
Hay una Comisión Nacional para la Racionalización de Horarios
Españoles que lleva años clamando contra esta situación. El primer
Gobierno de Rodríguez Zapatero, de la mano de su ministro de
Administraciones Públicas Jordi Sevilla, puso su grano de arena. Ordenó
el fin de la jornada laboral de los ministerios a las seis de la tarde y
recomendó lo mismo a las empresas. La propuesta no fructificó y en
septiembre pasado se volvió a la carga en el Congreso. Todos los grupos
parlamentarios acordaron la necesidad de adaptarse al horario europeo.
La ministra de Sanidad, Ana Mato, acaba de pedir a las televisiones
privadas que adelanten los programas de máxima audiencia, a lo que las
operadoras han contestado que lo harán cuando la audiencia cambie sus
hábitos.
Es una pescadilla que se muerde la cola, pero olvidan los que tienen
capacidad de decisión que los ciudadanos ya han hecho esfuerzos. Las
comidas, por ejemplo, se han ido adelantando poco a poco y ya no son tan
largas y copiosas como antes. Sin embargo, los horarios laborales no se
acortan en la misma medida y las televisiones, salvo excepciones,
mantienen sus tardíos horarios nocturnos.
Los canales públicos están obligados a dar el primer paso, en lo que
quizá la ministra tiene más posibilidades de ser escuchada. Los mismos
políticos, que apoyan el cambio, deberían ser los primeros en renunciar,
por ejemplo, a los plenos parlamentarios que no siguen después de
comer, sino que empiezan después de almorzar. Pero esta no es una
responsabilidad única de los políticos. Los directivos y los empresarios
deben comprender que concentrar la jornada no es un gracioso regalo
para sus empleados, sino un cambio que reducirá gastos y aumentará la
productividad de sus empresas. El fútbol, por cierto, mejor con luz
natural.
Cambiar estas costumbres tan perjudiciales para todos no es tan difícil. Y, además, es rentable. Cuestión de ponerse a ello.
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