Un artigo escrito por David Araújo, vigués emigrado, e publicado no blog
Así es... o no. David reflexiona sobre o castelán que falamos os galegos (cando falamos castelán, claro):
Gallegos en torres de Babel
Enterarme de que la palabra «parvo» era prácticamente desconocida fuera
de Galicia supuso un choque equiparable al de que los Reyes Magos no
existían. Recuerdo que fue mi mejor amigo del colegio, a la vuelta de
unas vacaciones visitando a su familia castellana, el que me puso sobre
aviso:
—Tío, en Valladolid no existe «parvo».
A pesar de mi escepticismo inicial, no me quedó más remedio que
resignarme y aceptar la no universalidad de uno de los insultos más
precisos, que molesta sin llegar a ofender (excepto si va seguido de un
«do carallo»; eso ya es más agresivo) y que incomoda sin ser hostil.
Es habitual que los gallegos de ciudad nos las demos de finos en comparación con los gallegos de pueblo. Yo, que soy de Vigho y no lo niegho, y lo digho con arroghancia, he
visto desde pequeño cómo nos burlábamos del acento cerrado de la gente
de Fornelos, Chantada, Ourense o de todo lo que estuviese a más de 15 km
de la playa de Samil.
Cuando la TVG empezó a emitir no dudábamos en hacer escarnio de todas
las expresiones que no estábamos acostumbrados a oír en un medio
público. ¿Quién no recuerda el Sue Ellen, estás bébeda, para xa de facer o pendón, que hoy en día sigue siendo un hito del doblaje?
Burlarse de cualquier lengua supone una soberana necedad, pero hacerlo de la tuya propia no deja de ser una deserción ridícula. Esta
actitud estúpida fue la que hizo que cuando, con 15 años, dejé Galicia
para irme a Barcelona y tuviera que convivir con un montón de chicos de
todas las provincias españolas, me molestara que nada más abrir la boca
todos supieran que era gallego. Yo, el vigués urbanita, que tanta guasa hacía del acento cerrado de las aldeas, tenía que soportar las imitaciones de todos mis compañeros. Pobriño yo, era tan parviño que no me daba cuenta de que la mayoría copiaban mi acento de una forma cariñosa y de que los prejuicios hacia mi lengua eran míos y no de los demás.
Hoy, cuando me encuentro con amigos de fuera de Galicia de esa época,
que aún siguen imitando mi manera cantarina de expresarme, ya no siento
vergüenza sino orgullo por hablar con un acento que llama tanto la
atención.
Eso sí, con cariño les diré también que no sé por qué
carallo les
sale algo tan parecido al italiano cuando intentan imitarnos. Creo que
Bardem es el único foráneo que ha sabido imitar el acento gallego. Y ya
que ha salido la palabra símbolo de nuestra lengua,
carallo, os
diré también que suena antinatural pronunciada por un extremeño,
castellano o balear. Una cosa parecida a cuando cualquiera de
Despeñaperros para arriba te suelta un «jarto».
Ni jarto de vino
es una expresión que sólo le queda bien a los andaluces. Nos hace gracia
a todos, pero hay que darse cuenta de que es simpática cuando son ellos
los que la dicen. Es como pensar que la camiseta ajustada que tan bien
le queda a Mario Casas va a conseguir el mismo efecto en nosotros. Algo
parecido pasa con
me da coraje. No, a los no andaluces nos
da rabia, si nos
da coraje parece que forzamos no sólo la expresión, sino el sentimiento.
Pero volviendo a mi debut en esa pequeña torre de Babel que también es
España, no sólo la musicalidad de mi habla era algo que me hacía dar la
nota, nunca mejor dicho. De repente se empezaron a tambalear los
cimientos sobre los que se asentaba mi vocabulario, y, si me apuráis, mi
forma de ser y de pensar. Se reían porque decía «apura», por ejemplo,
en vez de «date prisa» o cuando le comentaba a un compañero «creo que
jugarás de cara» (expresión que utilizaba yo para «jugar de titular»),
éste pensaba que me refería a pasar el balón al jugador que tenía
enfrente.
Hubiera hecho menos el ridículo si alguien me hubiera explicado que
fuera de Galicia decirle a alguien «¿quieres que te quite una foto?» es
como ofrecerte a robársela. O que «lavar la loza» cuando acabas de comer
y «coger en el colo» a un bebé son dos expresiones tan típicas de
nuestro vocabulario cotidiano como inusuales más allá de nuestras
fronteras. Y qué os voy a contar sobre los peladillos: aún siento una
especie de traición hacia mis orígenes cuando les llamo «nectarinas»
para que otros puedan entenderme. Con los kiwis pasa algo curioso: los
gallegos pronunciamos «kivi» mientras que para los demás es «kigüi». Con
«patatillas» también causamos desconcierto: nos referimos a sus patatas
fritas de bolsa, o papas, las Matutano de siempre.
Mi vida ha sido desde entonces un continuo no parar de revelaciones y
descubrimientos: hace pocas semanas, escribiendo un artículo para este
blog, alguien me puso al corriente de que «de aquella», término que
utilizo con bastante asiduidad, es un galleguismo que no procede en
castellano. Reconoced, vigueses que estéis por aquí, que más de una vez
habéis pedido «un faro», como si decano de la prensa nacional
significara sinónimo de periódico en toda España; y también os habéis
referido a los autobuses urbanos de cualquier ciudad como «vitrasas»,
por desconocer que esa palabra es un acrónimo de Viguesa de Transportes S.A.
Cuesta creer que en 1200 km hubiese tantas diferencias para
comunicarnos: los «tenis» de los gallegos eran «bambas» para los
catalanes y «zapatillas» o «playeras» para el resto; yo (no) «colgaba
clase» y los demás «hacían pellas» o «campana». Mientras yo «petaba» en
una puerta ellos «picaban». Y, ay, qué lío cuando le decías a una chica
que estaba «cachonda», que nosotros entendemos también como piropo, como
«tía buena», además del sentido, exclusivo para los no gallegos, de
estado de excitación sexual.
Los andaluces no te lastimaban adrede, en todo caso a «cosa hesha» y los
vascos tenían su particular pelea con las subordinadas condicionales
posibles, pero improbables: si vendría (en vez de «viniera») le diría cuatro cosas.
Pero la gran peculiaridad con los tiempos verbales la ponemos los
gallegos. Sabido es que restringimos su uso al de las formas simples y
doy fe de que también por esto somos imitados por gente de toda la
geografía carpetovetónica. Tenemos ahí a los asturianos, primos hermanos
solidarios, que nos apoyan en esta faceta economizadora y a los que,
además, no se le caen los anillos por poner el pronombre al final del
verbo, cosa que nosotros no hemos extrapolado a nuestro castellano, por
muy galleguizado que éste sea. Pero sí, casi sufro un nuevo
trauma, parecido al de «parvo», cuando oí decir a una amiga gijonesa
para preguntar si alguien se había hecho daño «¿y mancose?». Mancose. ¿Ése no entraba en selectividad, en filosofía?
Pero quedémonos en lo del empleo de los tiempos compuestos por los
gallegos. Los de A Coruña cada vez los utilizan más. Bien, no pasa nada,
una gran ciudad, de gente culta y preparada que ve los informativos y
los debates y, aunque algunos no hayan salido mucho do Fogar de Breogán,
les da por utilizar un castellano totalmente normativo y neutro, aunque
sea en un ambiente informal con amigos de toda la vida de la zona del
Orzán. En Vigo no les vamos a la zaga; si hay que meter el tiempo
compuesto para destacarnos en esas tertulias en las que se dilucida
quién es más amigo del portero del pub (en mi ciudad la gente piensa que ser amigo de los porteros de los pubs y de Míchel Salgado es el súmmum del escalafón social), pues se le manda un es que a mí me ha colado el portero, que somos coleguitas.
Yo os aliento desde aquí a que habléis con corrección, pero, por favor,
no usemos tiempos compuestos si no sabemos cómo hacerlo. No hay nada más
ridículo que un «ayer te he visto». Y cárcel, directamente, para los
que los usen en la lengua de Castelao. No más «Hoxe hemos feito un bo
partido». En caso de duda, aseguremos y utilicemos los tiempos simples,
que a veces no son precisos pero tampoco son totalmente incorrectos y,
aunque lo fuesen, los llevamos en los genes, y esto nos valdría como
atenuante.
¿Y qué me decís de las utilización
(correctísima, además) de los tiempos compuestos por las madres gallegas
única y exclusivamente cuando nos echaban la bronca? Si mi madre se
limitaba a un te dije que pusieras la mesa, Daviciño no pasaba nada, sabía que iba a ser ella la que acabaría haciéndolo. Pero, amigo, cómo cambiaba la cosa con un ¡te he dicho que pongas la mesa”, lo hacía yo ese día y el resto de la semana también, motu proprio,
porque el tiempo compuesto en una madre era el paso previo a
represalias graves. Un sucedáneo de la reprimenda con tiempo compuesto,
aunque no tan contundente, es el también muy gallego «te tengo dicho»,
que utilizamos asimismo los que no somos madres, para desconcierto
ajeno: no te tengo visto mucho por aquí últimamente.
Dicen que «canguro» significa en lengua aborigen «no te entiendo». Que
cuando llegaron los colonizadores a Australia preguntaron a un nativo el
nombre de ese animal saltarín y el interpelado contestó ni flores de lo que me hablas,
dando pie, con esa respuesta, a un bautizo no intencionado. Entre mi
cuñado y un amigo manchego estuvieron a punto de rememorar ese incidente
con el binomio ghichos-pescadores, cuando quedamos de encontrarnos allí, al principio de Gran Vía, donde está la escultura de los ghichos arrastrando las redes. Meses después mi amigo creía que «ghicho» era una palabra que definía a un pescador específico. Ghicho,
vaya por Dios. No diré yo que es fea, porque es nuestra, es como un
hijo, ergo es preciosa. Pero hay que reconocer que es un hijo rarito,
cuando tenemos otros tan bonitos como «axóuxere» o «entre lusco e
fusco», «morriña» y, sobre todo, «curriño». «Curriño» es una de esas
palabras que demuestran el principio de inefabilidad. No hay vocablo en
otro idioma que la traduzca. Puede que «cute», en inglés, se le asemeje,
pero está claro que en la lengua de Cervantes no hay majo, bonito, guapo, dulce, etc. que represente lo que algo curriño es.
Gallegos del «¿y luego?», del «mimá!», del «buah, neno» y de todas esas
expresiones que hacen que nuestra lengua, incluso cuando estamos
utilizando otra diferente, se entrometa y nos delate, no seáis tan parvos como yo lo fui de aquella. Enorgulleceos de llevarla encima —como esa nube que dicen que siempre nos acompaña— cuando estamos fuera, con nuestra tierra lejos da vista dos meus ollos, porque quen sabe cando nos veremos.
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