Solsticio de invierno
por José María Merino
En el
cielo del amanecer brillaba con fuerza aquel insólito lucero que la
gente común contemplaba con asombro, pero el capitán sabía que era
uno de los satélites de comunicaciones que permitían a su ejército
mantener la supremacía en aquella guerra interminable
–Mi
capitán– transmitió el cabo. –Aquí solo hay varios civiles
refugiados, unos pastores que han perdido el rebaño por el impacto
de un obús y una mujer a punto de dar a luz.
El
capitán, desde la torreta del carro, observaba el establo con los
prismáticos.
–Registradlo todo con cuidado.
–Mi
capitán –transmitió otra vez el cabo–, también hay un hombre,
vestido con una túnica blanca, que dice que va a nacer un salvador y
otras cosas raras.
–A ese
me lo traéis bien sujeto.
–Mi
capitán –añadió el cabo, con la voz alterada–, la mujer se ha puesto
de parto.
–Bienvenido al infierno– murmuró el capitán, con lástima.
A la luz
del alba, aparecieron en la loma cercana las figuras de tres
camellos cargados de bultos y montados por jinetes de raras
vestiduras, y el capitán los observaba acercarse, indeciso.
–Abrid
fuego –ordenó al fin. –No quiero sorpresas.
(Fotografía de Filipe Varela)
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